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Ahí están los "sagrados espectadores" |
Si hay algo que no soporto es la
infame tendencia a colectivizarlo todo, o sea, a cargarse la individualidad,
único valor natural al que se puede aferrar el hombre para esmerarse en su vida
y, con ello, beneficiar o, al menos, no perjudicar a los demás. En efecto, populistas
y bobos de todo pelaje tienen adicción a hablar de las multitudes como si
fueran un todo uniforme, y te sueltan peroratas infectas hablando de “la
sociedad”, “la gente”… o “el público”. Hete aquí que a alguien se le
ocurrió, tiempo ha, espetar la frasecita de que “el público es sagrado”. Ja,
ja, y requeté ja. ¡Qué gilipollez! En todos los órdenes de la vida y en todas
las épocas, a las multitudes las carga el diablo, y hoy en día la TV… valga la
redundancia. La “masa” es el mejor escondrijo para malhechores, zafios,
acomplejaos, y para un montón de seres que merecerían reptar en vez de caminar
erguidos. Pero la Naturaleza es un coloso
invencible. Y por eso, si analizásemos uno a uno cada colectivo humano,
veríamos que es como una tarta en la que una pequeña porción de individuos son
auténticos santos y se entregan en cuerpo y alma a los demás, una gran parte de
la tarta la compone la gente “normal”, tirando a egoístilla pero sin malas
intenciones hacia el resto. Y finalmente está ese último trocito, que está
compuesto por hijos de la gran puta. Y el problema viene cuando se junta un
montón de gente para lo que sea, por ejemplo para ver un partido de fútbol, ya
que en ese gran porcentaje de personas “normales”, suele haber muchos individuos
con alarmante carencia de personalidad, tendentes a incorporarse a cualquier
coro.
Creo que lo explicado es una
obviedad. Pero hete aquí que los periodistas por tierra, mar y aire, repiten
cual loros la sacralización del público, como si los jugadores tuvieran que
respetar a la masa. Pues va a ser que no. Aquí ya se da por hecho que el sueldo
de un jugador incluye el silencio y aceptación cuando se acerca a una tribuna a
celebrar un gol, o a sacar un córner, o a lo que sea, y a cuatro metros escucha
todo tipo de barbaridades de uno o varios aprendices de macarra. Desde aquí reivindico el derecho
de réplica de cualquier jugador e incluso del árbitro a cagarse en la madre que parió a los indigentes
mentales que osan insultarle cuando la cercanía circunstancial con la tribuna
le permite identificar a los cobardes de mierda que se creen con derecho a todo
por pagar una puta entrada.